Su cuento: El rostro Sellado, forma parte de la Antología de cuentos de terror ARS MORTIS editada por la editorial Fondo Blanco. Trece historias de algunas de las voces más importantes del género en México.
EL ROSTRO SELLADO
Debía entrevistar a cinco deportistas, brillantes en el pasado, que por diversas situaciones habían abandonado una prometedora carrera en sus respectivas disciplinas. En mi lista estaba Richard Cabrera, un tenista retirado del que ya muy pocos se acordaban. Una destacada figura juvenil que desapareció de las canchas de forma inesperada. Tenía que incluir su entrevista en el número especial del periódico en que trabajaba y no podía dejar ir esa oportunidad, mis primeras dos opciones me cancelaron al último minuto y mi trabajo pendía de un hilo.
A pesar de no ser conocedor del tenis, entendía algo de ese deporte y con la mejor disposición me dirigí hacia el poniente de la ciudad. Con mucho esfuerzo logré encontrar la unidad habitacional donde vivía el extenista. Una vez dentro, me encontré con lo que me pareció una pequeña urbe de casas muy parecidas, hermanadas únicamente por lo descuidado de sus fachadas. Me costó dar con el lugar acordado, pero una vez que lo conseguí detuve mi auto cerca de su entrada. Consulté la hora y noté que aún restaban diez minutos para nuestra cita. Me pareció inapropiado aparecerme antes de lo acordado así que decidí repasar mis notas sobre él.
Ricardo Cabrera Domínguez era hijo de madre estadounidense y padre mexicano. Nació en Saltillo, aunque la mayor parte de su infancia la pasó en Austin, donde aprendió a jugar tenis y adoptó el nombre de Richard. Desde muy pequeño acumuló importantes triunfos en ligas locales, infantiles y juveniles. En nuestro país arrasó en los torneos y sorprendió a todos cuando quedó en la sexta posición de un abierto de Australia. Fue de los pocos mexicanos que brillaron en Wimbledon y se auguraba mucho para él hasta que un día desapareció de las canchas.
Volví a revisar mi reloj y noté que habían pasado ya quince minutos. Antes de guardar los papeles y preparar mi libreta, eché una ojeada a las fotografías que tenía de él. Se trataba de un hombre guapo, no muy alto, moreno, con una sonrisa amplia, cejas abundantes y ojos claros y pequeños. Una vez que acomodé mis cosas, bajé del auto y me dirigí a la entrada rodeando una jardinera de pasto seco. Mientras caminaba hacia el número 71, confirmé que la suya era, sin duda, la casa más descuidada de todo el conjunto, su aspecto era viejo y lamentable.
En mi cabeza añadí veinte años al rostro juvenil que acababa de ver. Imaginé canas en las sienes y arrugas en las comisuras de los ojos, pero en cuanto Richard abrió la puerta, su rostro me desconcertó. Sus pequeños ojos verdes se hundían en unas ojeras muy oscuras y más parecían dos luces verdes al fondo de un gran túnel. Su piel lucía un tono cenizo que le daba una apariencia avejentada. Bajo su nariz destacaba un bigote pintado de negro mientras que a su cabeza la coronaba una inminente calvicie. Me saludó y, antes de esperar mis respuestas, me ofreció algo de beber. Entré a su hogar y un fuerte aroma a humedad me tomó por sorpresa. Saqué mi libreta y grabadora mientras él se servía un vaso de whisky.